Sunday, November 19, 2006

Las hojas del sendero


Parece que no tenía pensamientos de llegar el otoño. Ni agua ni frío. Al fin, después de tantas plegarias de todo tipo, incluyendo las de tipo “diarréico” (muchos son los que, en sus formas de expresar el deseo de que llueva, lo hace con el “me cago en “to, “miaque” no llover”, eso entre las más permisivas que pueda poner aquí). Bueno, la lluvia ya ha hecho acto de presencia y esperemos que siga siendo generosa y se mantenga con cierta frecuencia que falta nos hace.
Ahora, y disfrutando aún de una temperatura excelente, se puede uno permitir algunos paseos por las diferentes carreteras, y mejor, por caminos o sendas que rodean a cualquier pueblo, o en su defecto, los fines de semana, en las casas de campo que están cerca de la localidad. Apetece pasear y contemplar el color ocre de la estación; mirar los árboles desnudos y notar que la tierra guarda algo de humedad. Parece triste, pero tiene su encanto.
El curso de los días sigue igual que hace mucho tiempo, y en unos de esos paseos vespertinos, mientras que el sol se va poniendo, recuerdo una tradición que, poco a poco, se va perdiendo. Las meriendas de batata o boniato, entre las que más pueden destacarse. Era propio el comprar en cualquier tienda (no en una gran superficie comercial) de las que todos teníamos cerca de casa, el preciado tubérculo que en sus dos variedades, blanco o rojo, por sus configuraciones físicas, nos hacían pensar en que eran como duendes o cosas raras que la tierra dejaba crecer. En esas tardes, también de calles mojadas sin asfalto y barro, se podía disfrutar de un boniato (“moniato” en algunas expresiones muy locales) bien caliente con el que no sabías en que mano tenerlo y no quemarte. Aún de pantalón corto y sin dejar el juego, el juego de calle y sin “pilas”, de grupo, y no aislado en una habitación y con pantalla que te deja ciego, nos parábamos, esos diez minutos tan propios de la costumbre y “liquidábamos” nuestros duendes alimentarios.
Aún daba tiempo a entrar en la casa y llegar hasta la cocina, en algunas pasando por lo que era chimenea con la leña preparada para hacer fuego, pero aún no estaba la leña encendida, había que esperar a que el frío fuera más severo. Al llegar hasta dentro, sobre la mesa, podías encontrarte con un lebrillo repleto de mandarinas. Su olor impregnaba de forma sugerente el local, y pintaba en la mesa el contraste de colores que en las cocinas, por aquellos años sesenta, había.
Sigo con mis paseos y me situo cerca de una tienda, de las de antes, y en la puerta tiene una caja, no muy grande, con “moniatos”. Ni le pregunto el precio. Escogiendo dos de los “mas feos”, los pongo en mi cartera y los llevo a casa. Ya no hay muchos hornos que en las tardes te dejen asar en sus tahonas estas viandas, lo hago en el eléctrico de casa. Cierro los ojos, me lo como (pasándolo de mano a mano para no quemarme) y me acuerdo de una de esas tardes tan felices en que me hubiera gustado que el reloj se hubiera parado y, sabiendo lo que ahora sabemos, llamar a ciertas madres y padres y decirles que no engendrarán hijos que les diera por matar o por odiar, o por joder la vida… pero eso es imposible. Las tardes de otoño, como siempre, tienen que dar paso a otras tardes de invierno y no sabemos cual es la mejor, pues en todas siempre hay algo que nos hace ser un poco más humanos.