Friday, April 13, 2012

LA LEYENDA DEL CAMINANTE


Una historia real como la vida misma.

Suena el despertador con la misma murga de todos los fines de semana. Parece que estoy viviendo la película “Atrapado en el tiempo”. Aunque es domingo, como todos los domingos desde hace ya unos meses, tengo la costumbre de caminar durante largo tiempo largas distancias. Necesito levantarme, no tan temprano como el resto de días de semana, pero lo hago. Hoy, como ayer, hace un frío polar.


Voy sacando el dedo gordo del pie por debajo de las sábanas y mantas y, aunque en la habitación hay 20 grados, la sensación térmica es notoria: el dedo gordo nota mucho el frescor. ¡Decisión y valentía! Ya tengo el cuerpo “envuelto” en prendas de abrigo invernales. Me pongo a caminar.


La cabeza, cubierta por ese gorro de lana marinero, negro, muy parecido al del protagonista de “Alguien voló sobre el nido del cuco”. El viento del norte viene con cuchillas hirientes; no se ha equivocado el meteorólogo. Voy oyendo las noticias con mi MP3. No han pasado ni cinco minutos, casi llegando al puente de El Llano de Molina, y el MP3 ha dejado de funcionar. El frío va calando la cara y el rostro aguanta el envite. Hace un sol tibio, pobretón y una bruma finísima se dispersa en el entorno. Voy siguiendo la estela de una mujer que camina rápida; al final, se mete en un portal cercano a lo que se conoce como el CPR de profesores de Molina. Vuelve el viento de costado a trabajar la cara por el oído izquierdo, lo tapo con más refuerzos, para lo que utilizo la solapa de la pelliza noruega. El sol se está tapando por unas nubes que vienen del norte, blancas y cargadas de nieve. En el horizonte, a la altura del cruce de Fortuna con la NAL 301, puedo ver un velo blanco de nieve cayendo sobre las faldas de esas montañas, un cuadro de invierno triste y precioso a la vez. La luz, entonces, se torna gris.


Estoy cerca del cementerio de El Llano, un pequeño cementerio con toques lúgubres en sus detalles de primera vista. La puerta, con la fuerza del viento, golpea de forma sincronizada contra el cierre una y otra vez. Una de sus cruces, en el movimiento, ofrece una danza extraña, invocadora. Sopla el viento entre los árboles. Los cipreses se inclinan a modo de respeto, como si pasara un cortejo fúnebre. El roce de las ramas de los pinos se asemeja a violines desafinados, a estridentes melodías que esperan el súbito son de un coro de ánimas con voces desgarradas. El cielo se torna mucho más gris, un gris plomizo. Comienzan a caer gotas de agua gélidas que parecen lágrimas de algún alma en pena que pide misericordia sobre un suelo de tierra láguena, seco, agreste, crujiente. Hay un par de nichos -los veo desde la puerta- que tienen flores en el suelo secas, rotas, como un soneto simbólico a la destrucción a la muerte.


No hay nadie, solo estamos el viento y yo: una página de un relato inédito de E. A. Poe. Y tengo miedo. Me voy, un tanto acelerado, sin saber ni por dónde salgo, pero helado de frío o miedo. Y, en el horizonte, la blancura del viso de una nube, como el faldón de la tela de un fantasma.

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