El juego que ofrecen los sentidos alcanza límites insospechados. Oler melocotones de Cieza después de mucho tiempo lejos de la patria “chica”, es algo indescriptible.
Apenas habían pasado las seis de la tarde cuando llegaba a mis heredades en el Tamarit. El viento ya daba algo de respiro a la tarde calurosa, cargada de sofoco y que un poco antes no era posible ni respirar. Nos quejamos de vicio, tanto del calor como del frío, pero es lo que nos sirve para reconocer en que época del año vivimos.
Los árboles están bastante cargados del preciado fruto que acredita a Cieza, los melocotones. No es que sean muy grandes, pero por la experiencia de otros catadores previos, hay que darles una buena nota por su sabor, aunque no por su tamaño. En unos veinte minutos hay dos cajas en el coche. No cabe más que la capaza con otros tantos kilos del gustoso fruto.
En casa, al llegar, no hay tiempo de colocarlos en recipientes para que aguanten unos días. En varias bolsas son redistribuidos, sin coste alguno, entre vecinos y amigos. Unos 35 kgs. Son digeridos por otros estómagos, que, como dice el refrán, “A caballo regalado, no le mires el diente”, se quedan prendados, dan las gracias, por lo que cívicamente corresponde, pero al cabo de dos días, las gracias se oyen con mayor acento y reclaman eso de ¿Cuándo vas a volver a traer más melocotones de esos tan buenos? Por supuesto que no doy respuesta fija.
En estos menesteres, quiero relatar una anécdota con una de esas bolsas melocotoneras. Mi mujer, Rosario, trabaja con una compañera de Cieza, Isabel. Como otros ciezanos, esta buena amiga, compañera mía en el Instituto de la época de los “prs…teintitantos” (guardo cortesía para la edad), es ahora coparticipe con mi mujer en un centro de Murcia. En esto que, convocados para una última reunión de trabajo antes de cerrar el curso, se presenta con la bolsa melocotonera a la pródiga ciezana. Su gusto es mayor por los albaricoques, pero al abrir la bolsa y oler, exclama… ¡Qué bien huele mi pueblo! La mente se conectó a la memoria a largo plazo y el simple olor de los frutos, provocaron el recuerdo de cómo huele su pueblo. Y no es precisamente el que Cieza huela a melocotones ¡ojalá!, es que con las percepciones y sensaciones de los olores, en este caso de los melocotones, somos capaces de reconstruir cientos de imágenes y momentos que se han vivido en cierto momento.
Los humildes melocotones aportaron el recuerdo, el volver a épocas lejanas o próximas, pero centradas en la cotidiana vida de uno de entre los muchos ciezanos o ciezanas, ahora lejos. La cosa no termino en la simple entrega y primer contacto con los melocotones. A lo largo de la comida, así me lo narra mi mujer, Isabel abría la bolsa y volvía a decir…¡es que huelen tan bien! O ¡Son lo mejor de este mundo! O simplemente ¡La olor de mi tierra, de mi pueblo es inconfundible!
¡Qué los disfrutes Isabel! Y para aquellos que están lejos, que por Internet pueden leer esto, que sepan que los melocotones de Cieza, no solo aportan olores, también aportan buenos recuerdos cuando se siente su aroma. Aunque ahora muchos paisanos no puedan sentir estos olores, Cieza siempre tiene algo que se graba en la mente, y aunque sea con una foto de la Atalaya, de la ermita, la vista, usando otro sentido, también nos aporta esas emociones que nos evocan el pueblo.
Apenas habían pasado las seis de la tarde cuando llegaba a mis heredades en el Tamarit. El viento ya daba algo de respiro a la tarde calurosa, cargada de sofoco y que un poco antes no era posible ni respirar. Nos quejamos de vicio, tanto del calor como del frío, pero es lo que nos sirve para reconocer en que época del año vivimos.
Los árboles están bastante cargados del preciado fruto que acredita a Cieza, los melocotones. No es que sean muy grandes, pero por la experiencia de otros catadores previos, hay que darles una buena nota por su sabor, aunque no por su tamaño. En unos veinte minutos hay dos cajas en el coche. No cabe más que la capaza con otros tantos kilos del gustoso fruto.
En casa, al llegar, no hay tiempo de colocarlos en recipientes para que aguanten unos días. En varias bolsas son redistribuidos, sin coste alguno, entre vecinos y amigos. Unos 35 kgs. Son digeridos por otros estómagos, que, como dice el refrán, “A caballo regalado, no le mires el diente”, se quedan prendados, dan las gracias, por lo que cívicamente corresponde, pero al cabo de dos días, las gracias se oyen con mayor acento y reclaman eso de ¿Cuándo vas a volver a traer más melocotones de esos tan buenos? Por supuesto que no doy respuesta fija.
En estos menesteres, quiero relatar una anécdota con una de esas bolsas melocotoneras. Mi mujer, Rosario, trabaja con una compañera de Cieza, Isabel. Como otros ciezanos, esta buena amiga, compañera mía en el Instituto de la época de los “prs…teintitantos” (guardo cortesía para la edad), es ahora coparticipe con mi mujer en un centro de Murcia. En esto que, convocados para una última reunión de trabajo antes de cerrar el curso, se presenta con la bolsa melocotonera a la pródiga ciezana. Su gusto es mayor por los albaricoques, pero al abrir la bolsa y oler, exclama… ¡Qué bien huele mi pueblo! La mente se conectó a la memoria a largo plazo y el simple olor de los frutos, provocaron el recuerdo de cómo huele su pueblo. Y no es precisamente el que Cieza huela a melocotones ¡ojalá!, es que con las percepciones y sensaciones de los olores, en este caso de los melocotones, somos capaces de reconstruir cientos de imágenes y momentos que se han vivido en cierto momento.
Los humildes melocotones aportaron el recuerdo, el volver a épocas lejanas o próximas, pero centradas en la cotidiana vida de uno de entre los muchos ciezanos o ciezanas, ahora lejos. La cosa no termino en la simple entrega y primer contacto con los melocotones. A lo largo de la comida, así me lo narra mi mujer, Isabel abría la bolsa y volvía a decir…¡es que huelen tan bien! O ¡Son lo mejor de este mundo! O simplemente ¡La olor de mi tierra, de mi pueblo es inconfundible!
¡Qué los disfrutes Isabel! Y para aquellos que están lejos, que por Internet pueden leer esto, que sepan que los melocotones de Cieza, no solo aportan olores, también aportan buenos recuerdos cuando se siente su aroma. Aunque ahora muchos paisanos no puedan sentir estos olores, Cieza siempre tiene algo que se graba en la mente, y aunque sea con una foto de la Atalaya, de la ermita, la vista, usando otro sentido, también nos aporta esas emociones que nos evocan el pueblo.