Soñar despierto mirando al fuego de la chimenea
Apenas son
las cinco y media de la tarde de un sábado de enero. La noche empieza a
oscurecer la calle y la lluvia llama a los cristales de la ventana. “Monotonía
de lluvia tras los cristales”, que diría el poeta, en una tarde parda y misteriosa).
El fuego de la chimenea está encendido y, como un embrujo, atrae la mirada aun
sin desearlo: en el centro, un baile de llamas con un sinfín de compases en el
escenario de leños prendidos.
Un fuego
alentador del sueño que compite con las brasas de las torturas cotidianas. Me
apresuro, entonces, a coger una silla y, frente a la chimenea, avivarlo.
Entonces, inicio el paseo por aquellas callejuelas empedradas del cementerio
Pere Lachaise de París, construido por Napoleón en base a una ley que otorgaba
el derecho al entierro de todos de forma digna. El traslado de los restos de Jean
de La Fontaine y la de Jean-Baptiste Poquelin (Moliere) al mismo provocó la
masiva utilización de sus espacios por todas las personas interesadas.
Entre los
finados, sin distinción de raza, creencia o incluso estatus social, recordaba
la figura de Oscar Wilde, cuya tumba se profanaba con besos de carmín sellados sobre la fría roca. Más allá, un
variopinto paisaje de esculturas de temas terrenales, religiosos, esotéricos…
El sueño se interrumpe; las
brasas se abren paso por el escenario. Como diría aquel otro poeta, se apagan
las luces y se enciende la noche, sin saber si, en realidad, somos aquello que
soñamos.
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