Tuesday, April 12, 2011

DE LA CHIMENEA A INTERNET

No todo está en los libros, ni las Nuevas Tecnologías pueden ser la única fuente de sabiduría. Hay otros espacios que prevalecen.

          Me comenta una compañera, profesora en la Universidad, lo que una alumna ha vivido en una de sus clases con un profesor. Una discusión, constructiva, en la que la comunicación oral es una forma de adquirir conocimiento y que solamente precisa un ser que emita los comunicados o mensajes y otro que sea el receptor de esos mensajes. Este profesor aducía, con un criterio notoriamente erróneo, que Internet era la fuente de información, incluso oral, donde poder obtener los mejores resultados. La alumna, defensora de que en todo tipo de relación humana, durante una conversación, también hay adquisición de conocimiento y, por esas relaciones sociales, existen momentos en que se dan percepciones de lo que sucede, con ello hay emociones ante lo que se habla y escucha y por ende, el conocimiento puede adquirirse de esa práctica de comunicación oral. Al leer esto, y donde la alumna recordaba a su abuela ya fallecida, con la que había aprendido muchas cosas, sobre todo amar la lectura, todo ello gracias a los cuentos, a las historias que le narraba en las tardes noches de invierno, con lluvia y frio, pero con el calor y la luz de la leña ardiendo. Es algo evidente que, mucho más que Internet –no soy yo precisamente un detractor de la Red, al contrario- la experiencia, el hecho de lo que hemos vivido y nos han contado, tiene su propio espacio y es preciso preservarlo y darle la importancia que merece.

          Muchos recordamos a nuestros seres queridos que, con su peculiar voz, su estilo dramático o simplemente el saber poner en “escena” (cerca del fuego o en la mesa de camilla con el brasero) la historia o cuento que nos fascinaba. Sin tele, sin cine, sin nintendo ni otras “herramientas” modernas que, según algunos eruditos las clasifican como muy necesarias para la socialización. Allí estaba “escondido”, entre las palabras que nos narraban, el personaje aventurero que recorría intrépido por esos mundos tan fascinantes. Aquella princesa que, desolada y triste moraba en un torreón lúgubre esperando que un príncipe ¿azul? (nadie sabe por qué tenía que ser el príncipe azul, pero así constaba en el relato) venía a rescatarla del malvado, eso sí, antes tenía que atravesar unos bosques espinosos y luchar con bestias y dragones. Al final, siempre había un final, eso en Internet es imposible, cada vez hay más páginas, el aventurero vencía a todos los malos y lograba un tesoro o llegaba a rey de un territorio casi mágico. No menos le pasaba a la princesa, siempre feliz junto a su príncipe ¡azul!

          Otros cuentos de animales, otros de leyendas. No se acaba el repertorio, se van nuestros narradores, pero quedan en la memoria y son el mejor mensaje que tenemos para dar el valor a la palabra que se merece. En cualquier cuento siempre hay un concepto que aprender; en la forma en que te lo narren, surgen las emociones por querer leer o narrar o ser tu protagonista de esa historia o de otra que puedas construir.
          Cierto es que la comunicación, en este caso oral, no ha de ser patrimonio de nada ni de nadie, que la sabiduría está en los libros, pero debemos agradecer a quienes leen y luego, cuando somos pequeños, nos enseñan con su tenue y preciada voz, lo que de esos libros aprendieron. Hemos pasado de la chimenea y su calor, a la soledad de una silla, una pantalla e Internet.
          A todos los maestros, o quieren ser maestros, que aprendieron de sus seres queridos tantas cosas simplemente escuchando sus interesantes narraciones y que ahora, en sus clases, rememoran esos momentos.

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